Ayer estaba esperando en una esquina (en fin, espero que esta frase no sea malinterpretada, que os conozco y sé que tenéis mentes perversas, capaces de sacarle punta a lo que sea... ¡acabaréis en el infierno!). A lo que iba, ayer estaba esperando a un amigo que es incapaz de ser puntual, y en el rato hasta que llegó, me dio tiempo a muchísimas cosas. Miré todos los escaparates, conté los coches rojos que se pararon en el semáforo (veintisiete), me fijé en un tío guapísimo que estaba en un balcón (él mientras miraba a otro tío bastante menos guapo, pero pasable, que servía mesas en la terraza de un bar), llamé a mi amigo para decirle que si no llegaba me iba a casa, seguí esperando, conté las baldosas de un lado al otro de la acera (doce blancas pequeñas por cada roja grande), y por supuesto, también me dio tiempo a fijarme en todos los carteles que había alrededor. Había uno que decía: "Se busca corazón para los meses de julio y agosto. Económico y en buen estado. Abstenerse fumadoras. 622439..".
Me quedé pensando.
1. ¿Cómo que para los meses de julio y agosto? ¿Y noviembre? ¿Y marzo y abril?
2. ¿Económico y en buen estado? Jajaja, vamos, hombre, puede que haya algún corazón económico, pero desde luego, no creo que esté en buen estado, sobre todo teniendo en cuenta los tiempos que corren. Y desde luego, si está en buen estado, seguro que no será económico.
3. “Abstenerse fumadoras”. Vaya, con lo que me costaría dejarlo. Bueno, igual me compensa. Va, voy a intentarlo y me lo pienso. Mmmm. Todo sea por un corazón económico y en buen estado. Espera… ese número… me suena… ¡no! ¡no puede ser!
Gracias a dios llegó mi amigo. “¿Qué es ese papel que tienes ahí?”, me dijo. “Nada, nada”, dije yo, y tiré el anuncio que había arrancado de la pared a la papelera. Y, bueno, después me encendí un cigarro.
miércoles, 30 de abril de 2008
lunes, 21 de abril de 2008
Noche del viernes... mañana del sábado.
Creo que necesito unas vacaciones. El trabajo está empezando a afectarme. He llegado a un punto insostenible. Si no son unas vacaciones, tendrá que ser una baja por agotamiento. Mejor os cuento lo que me pasó el otro día, para que me entendáis (y no quiero ni un solo comentario de los de "pero si tú no curras nada", "anda, exagerada, si tampoco es para tanto", ¡ni uno!).
Después de una larguísima semana de currar y currar, y currar y currar, llegué al viernes. Desde luego, no de la mejor manera, pero llegué. Salí a cenar con mis amigas. El plan teórico era juntarnos para hablar de nuestras cosas; el real era que una de ellas -no soy yo- se ligase al camarero del restaurante. Al final, y como era de esperar (y de desear, por mi amiga), Ella (no voy a dar más detalles) acabó con el camarero en cuestión (que resultó ser el dueño del restaurante, mira cómo son las cosas). El resto nos quedamos aguantando a los amigos del ligado (o del ligando, según cómo se piense). Y digo aguantando con toda la razón, porque eran francamente... dejémoslo en que eran francamente (punto).
El caso es que para soportar la noche nos tomamos unas cuantas copas (que no voy a contabilizar porque sé que hay gente de mi familia que va a leer esto, y quiero que me sigan considerando la persona responsable que soy -mamá, te lo prometo, yo solo me tomé una cerveza, y ni siquiera me la terminé-). Llegué a mi casa en unas condiciones ligeramente deplorables. Me metí en la cama y me quedé dormida antes de apoyar la cabeza en la almohada.
Hasta aquí todo normal.
Me despierto por la mañana. Sábado. Festivo. Miro el despertador: 9:36. Doy un salto (literal) de la cama, me pongo nerviosísima, me doy cuenta de que me he quedado dormida, y que seguro me están esperando en el trabajo. “¿Qué hago? ¿A quien llamo? Me van a matar, ¿pero cómo se me pudo olvidar poner el despertador ayer, jueves?”. Doy dos saltos más hasta el baño, enciendo la ducha, me meto dentro y cuando me estoy poniendo el champú caigo en la cruda realidad de que esto haciendo el imbécil. Apago la ducha. Me seco. Me tomo un ibuprofeno, y a la cama otra vez. Si es que soy idiota. No, no, mejor dicho, si es que necesito unas vacaciones… ¡este trabajo me va a consumir! (y por supuesto, la culpa es de un exceso de carga laboral, no de la posible ingesta excesiva de alcohol de la noche anterior. ¡Faltaría más!).
Después de una larguísima semana de currar y currar, y currar y currar, llegué al viernes. Desde luego, no de la mejor manera, pero llegué. Salí a cenar con mis amigas. El plan teórico era juntarnos para hablar de nuestras cosas; el real era que una de ellas -no soy yo- se ligase al camarero del restaurante. Al final, y como era de esperar (y de desear, por mi amiga), Ella (no voy a dar más detalles) acabó con el camarero en cuestión (que resultó ser el dueño del restaurante, mira cómo son las cosas). El resto nos quedamos aguantando a los amigos del ligado (o del ligando, según cómo se piense). Y digo aguantando con toda la razón, porque eran francamente... dejémoslo en que eran francamente (punto).
El caso es que para soportar la noche nos tomamos unas cuantas copas (que no voy a contabilizar porque sé que hay gente de mi familia que va a leer esto, y quiero que me sigan considerando la persona responsable que soy -mamá, te lo prometo, yo solo me tomé una cerveza, y ni siquiera me la terminé-). Llegué a mi casa en unas condiciones ligeramente deplorables. Me metí en la cama y me quedé dormida antes de apoyar la cabeza en la almohada.
Hasta aquí todo normal.
Me despierto por la mañana. Sábado. Festivo. Miro el despertador: 9:36. Doy un salto (literal) de la cama, me pongo nerviosísima, me doy cuenta de que me he quedado dormida, y que seguro me están esperando en el trabajo. “¿Qué hago? ¿A quien llamo? Me van a matar, ¿pero cómo se me pudo olvidar poner el despertador ayer, jueves?”. Doy dos saltos más hasta el baño, enciendo la ducha, me meto dentro y cuando me estoy poniendo el champú caigo en la cruda realidad de que esto haciendo el imbécil. Apago la ducha. Me seco. Me tomo un ibuprofeno, y a la cama otra vez. Si es que soy idiota. No, no, mejor dicho, si es que necesito unas vacaciones… ¡este trabajo me va a consumir! (y por supuesto, la culpa es de un exceso de carga laboral, no de la posible ingesta excesiva de alcohol de la noche anterior. ¡Faltaría más!).
lunes, 14 de abril de 2008
viernes, 11 de abril de 2008
La buena acción del día
Una confesión: soy un poco peliculera. Vale, vale, si hago una confesión, que sea de verdad: soy muy peliculera. Y hay cosas que me encanta hacer, probablemente porque las he visto en películas un millón de veces y, reconozcámoslo, suenan muy bien. Un par de ejemplos: me encanta llegar a un bar y decirle al tío de la barra “¿qué tal? Ponme lo de siempre”… y que él sepa qué es lo de siempre y me lo ponga (bien frío, y si puede ser, en vaso ancho). O mejor aún, llegar a la barra y que el camarero me diga “¿qué tal, Cris? ¿Te pongo lo de siempre, no? Y no te preocupes, que a esta invita la casa”. ¡Si es que suena tan bien!
Otro ejemplo: decirle a las enfermeras, justo antes de salir por la puerta del quirófano “enhorabuena, equipo, la operación ha sido un éxito”. Sé que suena un poco freaky, pero no puedo evitarlo. ¡Me encanta!
Y así puedo seguir mucho más, pero no quiero irme por las ramas. Esto viene a que ayer viví una situación 100% de película, de esas que cuando lo estás haciendo piensas para tus adentros “¡por fin!”. Ayer realicé una de esas cosas que aparecen en todos los manuales de Boy Scouts, y en casi todas las películas de adolescentes tipo La-fea-buena-que-luego-resulta-guapa-y-se-hace-popular (otra confesión: me encantan esas pelis, terrible, pero cierto).
Iba andando por la calle, camino del metro, sorteando oficinistas y charcos de lluvia cuando me encuentro con un semáforo en rojo. Me paro y justo a mi derecha veo a un señor con gabardina, sombrero, gafas de sol (no, no era un detective de incógnito… mucho mejor) y un bastón blanco. ¡Un ciego! Dando (valga la redundancia) palos de ciego para llegar hasta el semáforo. Se había quedado entre un árbol y un coche, el pobre, con un bordillo altísimo a un lado y un charco como el Atlántico en el otro. Total, me acerqué a él y muy educadamente (que es como hay que hacer estas cosas) le dije si quería que le ayudase a cruzar la calle. Me dijo que sí, que muy amable, y le agarré del brazo (como he aprendido a hacer gracias a las películas) y crucé con él por el paso de cebra. Reconozco que la gente me miraba con cara de envidia. ¿Acaso hay algo más de película que ayudar a cruzar a un ciego? Y luego seguí andando, feliz, sabiendo que, desde luego, había realizado mi Buena Acción del Día. Ya solo me faltaba que el más popular del instituto me invitase al baile...
Otro ejemplo: decirle a las enfermeras, justo antes de salir por la puerta del quirófano “enhorabuena, equipo, la operación ha sido un éxito”. Sé que suena un poco freaky, pero no puedo evitarlo. ¡Me encanta!
Y así puedo seguir mucho más, pero no quiero irme por las ramas. Esto viene a que ayer viví una situación 100% de película, de esas que cuando lo estás haciendo piensas para tus adentros “¡por fin!”. Ayer realicé una de esas cosas que aparecen en todos los manuales de Boy Scouts, y en casi todas las películas de adolescentes tipo La-fea-buena-que-luego-resulta-guapa-y-se-hace-popular (otra confesión: me encantan esas pelis, terrible, pero cierto).
Iba andando por la calle, camino del metro, sorteando oficinistas y charcos de lluvia cuando me encuentro con un semáforo en rojo. Me paro y justo a mi derecha veo a un señor con gabardina, sombrero, gafas de sol (no, no era un detective de incógnito… mucho mejor) y un bastón blanco. ¡Un ciego! Dando (valga la redundancia) palos de ciego para llegar hasta el semáforo. Se había quedado entre un árbol y un coche, el pobre, con un bordillo altísimo a un lado y un charco como el Atlántico en el otro. Total, me acerqué a él y muy educadamente (que es como hay que hacer estas cosas) le dije si quería que le ayudase a cruzar la calle. Me dijo que sí, que muy amable, y le agarré del brazo (como he aprendido a hacer gracias a las películas) y crucé con él por el paso de cebra. Reconozco que la gente me miraba con cara de envidia. ¿Acaso hay algo más de película que ayudar a cruzar a un ciego? Y luego seguí andando, feliz, sabiendo que, desde luego, había realizado mi Buena Acción del Día. Ya solo me faltaba que el más popular del instituto me invitase al baile...
sábado, 5 de abril de 2008
Primavera en Madrid
Una lista (me encantan las listas... no puedo evitarlo): el principio de la primavera.
1. El pruno de la entrada ya tiene flores.
2. Sales a la calle y huele casi a verano. Y de pronto llueve. Sale el sol otra vez.
3. Cambio horario. Vuelvo a levantarme a oscuras... pero cada vez se hace de noche más tarde... (¡qué gusto! ¡cuántas terrazas llenas! Todo Madrid está en la calle, y es martes. Y qué poco apetece estar en casa...)
4. Las golondrinas están otra vez en el garaje, revolucionadas, reconstruyendo otro año más el mismo nido. Cuando saco el coche, está todo sucio, pero dá igual.
5. Estoy contenta... no, ahora estoy triste... no, espera, contenta otra vez... y ahora cansada... ¡maldita ciclotimia primaveral!
miércoles, 2 de abril de 2008
Shhh
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