Llevo varios día sin escribir. Pero por una razón de peso. No es por las interminables jornadas laborales a las que me veo sometida (sí, la palabra es sometida). Lo que me hace plantearme una duda: ¿no sería mejor repartir el trabajo, por eso de acabar con el paro, y dejar que el resto de la población pueda disfrutar también de las guardias de 24 horas? Con lo maravillosas que son… os lo recomiendo…).
No, tampoco tiene que ver con la práctica exhaustiva del deporte, tan común en mi (aunque igual si vuelvo al gimnasio se me rompe la espalda con el primer estiramiento).
Y por supuesto, no tiene que ver con la vida social. Ya sabéis todos que soy una chica recogida, y que resulta casi imposible convencerme para salir de casa, por no hablar de esa tendencia incomprensible de los jóvenes de reunirse en bares y discotecas…
El caso es que desde hace unos días me ha dicho varias veces que soy borde. ¡Yo! No seca, no tímida, no, BORDE. Increíble, pero cierto. Y más de una persona.
“¡Pero bueno! Si soy la dulzura personificada…” (pensé para mis adentros la primera vez que me lo dijeron).
“¡Increíble, nada más alejado de la realidad!” (pensé la segunda y la tercera vez), “con lo maja que soy”.
“¿Cómo?” le dije al cuarto, “¿estás hablando en serio?”. Y le puse cara de asco.
Supongo que con el quinto ya iba calentita de entrada. Vale, reconozco que igual se me fue un poco de las manos, y no venía a cuento lo de partirle la silla en la cabeza. De todas formas, para demostrarle que se equivocaba voy cada tarde a visitarle al hospital. No me reconoce. Ni a mi ni a la mayoría de la gente. De hecho, no se acuerda de su nombre y cree que estamos en 1992. Lo bueno es que está ilusionadísimo con las Olimpiadas de Barcelona (hoy le he dicho que igual consigo entradas para la final de 100 metros vallas).
Así que supongo que hasta que se recupere y pueda volver a andar seguiré llevándole flores y chocolatinas. En cuanto tenga más tiempo, vuelvo a escribir.
Y por cierto, sigo sin entender lo de borde. ¿Borde yo? ¡¿Lo dices en serio?!
No, tampoco tiene que ver con la práctica exhaustiva del deporte, tan común en mi (aunque igual si vuelvo al gimnasio se me rompe la espalda con el primer estiramiento).
Y por supuesto, no tiene que ver con la vida social. Ya sabéis todos que soy una chica recogida, y que resulta casi imposible convencerme para salir de casa, por no hablar de esa tendencia incomprensible de los jóvenes de reunirse en bares y discotecas…
El caso es que desde hace unos días me ha dicho varias veces que soy borde. ¡Yo! No seca, no tímida, no, BORDE. Increíble, pero cierto. Y más de una persona.
“¡Pero bueno! Si soy la dulzura personificada…” (pensé para mis adentros la primera vez que me lo dijeron).
“¡Increíble, nada más alejado de la realidad!” (pensé la segunda y la tercera vez), “con lo maja que soy”.
“¿Cómo?” le dije al cuarto, “¿estás hablando en serio?”. Y le puse cara de asco.
Supongo que con el quinto ya iba calentita de entrada. Vale, reconozco que igual se me fue un poco de las manos, y no venía a cuento lo de partirle la silla en la cabeza. De todas formas, para demostrarle que se equivocaba voy cada tarde a visitarle al hospital. No me reconoce. Ni a mi ni a la mayoría de la gente. De hecho, no se acuerda de su nombre y cree que estamos en 1992. Lo bueno es que está ilusionadísimo con las Olimpiadas de Barcelona (hoy le he dicho que igual consigo entradas para la final de 100 metros vallas).
Así que supongo que hasta que se recupere y pueda volver a andar seguiré llevándole flores y chocolatinas. En cuanto tenga más tiempo, vuelvo a escribir.
Y por cierto, sigo sin entender lo de borde. ¿Borde yo? ¡¿Lo dices en serio?!